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PASO CELESTE DE TABERNAS

CARTA DEL VICARIO EPISCOPAL PARA LA SEMANA SANTA DE LA DIOCESIS DE ALMERÍA 2013

CARTA DEL VICARIO EPISCOPAL PARA LA SEMANA SANTA DE LA DIOCESIS DE ALMERÍA 2013

Amor a la Iglesia

                                            

 El II Concilio del Vaticano, del que ahora celebramos el L aniversario de su apertura por el beato Juan XXIII, ha enseñado que en Jesucristo, la Iglesia es el sacramento, es decir, la señal, el testimonio, el instrumento de la íntima unión de Dios y los hombres, el sacramento del Reino de Dios[1]. La Iglesia, por tanto, no es solo una realidad social e histórica aunque peregrine por este mundo, sino que es misterio de la presencia de la Trinidad santa, reflejo del amor divino. Todo lo que la Iglesia es nos acerca al Reino de Dios que ya aquí y en el momento presente está aconteciendo en nosotros y en nuestro alrededor. El designio salvífico de Dios Padre, que de una vez para siempre se ha realizado en Jesucristo en el Espíritu Santo, va entrando y haciéndose visible en la historia humana a través de la Iglesia, que es sacramento de salvación. De tal suerte que mientras dure este mundo, no hay ni habrá otro medio, paralelo a la Iglesia, establecido por Dios en la historia humana como medio universal de salvación.

La Iglesia que es un misterio al que se llega a conocer por la revelación y la palabra de Dios es también, a imagen de la Trinidad santa, comunión y comunidad. San Pablo emplea una comparación muy corriente en su tiempo para afirmar que la comunidad cristiana es como un cuerpo con muchos y diversos miembros. Todos se necesitan entre sí, y han de ayudarse mutuamente y colaborar en el bien del organismo. Muchos son los signos de pertenencia a esa comunidad: la asistencia a Misa dominical, la práctica de la caridad, la vivencia del Evangelio allí donde nos hallemos, el hablar bien de nuestra santa Madre la Iglesia, la ejemplaridad de vida,…

Jesucristo es el Señor y la Cabeza de la Iglesia, él la dirige y la llena de vida. El Nuevo Testamento le llama Esposa de Cristo. De ahí que sea tan hermosa nombrarla con la expresión santa Madre Iglesia. San Ciprano, ya en el siglo III, afirmaba que “Nadie puede tener a Dios por Padre si no se tiene por madre a la Iglesia”. Duele oír a bautizados la expresión: creo en Dios pero no creo en la Iglesia. Produce sufrimiento escuchar afirmaciones sobre la Iglesia que no construyen y que crean división y siembran cinismo entre los que se encuentran lejos de la fe.

 

La Iglesia también es Templo de Dios en el Espíritu Santo. Mientras dura el tiempo de este mundo, el cuerpo resucitado de Cristo se hace visible en la Iglesia, la nueva Jerusalén, ciudad de Dios cuyos fundamentos visibles son los Apóstoles y sus sucesores. Esta visibilidad se muestra con unas notas que la definen: una, santa, católica y apostólica. El Obispo es signo de comunión de tal suerte que no estar en comunión afectiva y efectiva con el sucesor de los apóstoles supone la ruptura y la separación con la Iglesia pues como leemos en la Constitución Lumen gentium: “Cada obispo representa a su Iglesia y ejerce en ella su misión pastoral”[2].

Todos los cristianos estamos llamados a hermosear el rostro de la Iglesia. No cabe duda que la mayor belleza consistirá en la ausencia de pecado y en una vida digna del Evangelio. La santa Madre Iglesia nos ofrece la gracia de Dios de manera excelente en la palabra de Dios y en los sacramentos pero también en la vivencia de la comunidad y en el empeño por construir la comunión, tarea que es compleja y exige esfuerzo, pero que es el signo de los seguidores de Jesucristo vivo: “Mirad como se aman”[3]. De este modo la pasión por la búsqueda de la unidad, el anhelo de santidad, la apertura a lo universal y el empeño misionero serán el mejor servicio que los cristianos, y por ende los hermanos cofrades, aportemos al mundo.

Un bautizado o una hermandad que no construya comunión se sitúa fuera de la Iglesia. A veces nos dejamos llevar por criterios de este mundo mostrando nuestras carencias en el ámbito de la formación y espiritualidad. No me cansaré de anunciar, aunque sea una voz que clama en el desierto, que el ingreso a una hermandad o cofradía debe de ir precedido de una etapa de catecumenado para redescubrir la fe y avivar nuestro sentido de pertenencia a la Iglesia. En nuestras hermandades y cofradías se hace necesario volver, no solo a las tradiciones, sino al Evangelio y a nuestros Estatutos fundacionales , como medio de renovación de nuestras asociaciones públicas de fieles. 

Sin duda alguna que este año de la fe convocado por el Papa Benedicto XVI es una buena ocasión para volver a nuestros orígenes fundacionales intentando vivir como los primeros cristianos: “constantes en escuchar la enseñanza de los Apóstoles, en compartir fraternalmente todo, en celebrar la fracción del pan y en participar en la oración común”[4] reconociendo la grandeza y hermosura de la Iglesia y sintiéndonos parte de ella como escribía san Pablo: “Los miembros son muchos, en verdad, pero el cuerpo es uno solo. El ojo no puede decir a la mano: no te necesito. Así, no hay divisiones en el cuerpo, porque todos los miembros sin igual se preocupan los unos de los otros. Cuando un miembro sufre, todos sufren con él; cuando un miembro es honrado, todos le felicitan. Vosotros sois el Cuerpo de Cristo y cada uno es un  miembro”[5] .

Si la Iglesia se nutre y crece con la palabra de Dios y los sacramentos no hemos de olvidar la primacía del amor que es el  sello que hace creíble ante el mundo nuestro seguimiento del Maestro. Hermosa la reflexión que nos legó san Juan Crisóstomo: “¿Deseas honrar el Cuerpo de Cristo? Entonces, no lo desprecies cuando lo contemplas desnudo en los pobres, ni lo honres aquí, en el templo, con lienzos de seda, si al salir lo abandonas en su frío y desnudez. Al adornar el templo, procurad no despreciar al hermano necesitado, porque este templo es mucho más preciso que aquel otro”[6] .


A todos los hermanos y hermanas cofrades mi afectuoso saludo Pascual.


 Manuel Pozo Oller,

Vicario Episcopal.

 

[1] Constitución sobre la Iglesia, Lumen gentium 1, 9 y 48.

[2] Ibid., 23

[3] Cf. Hch 4, 32-37

[4] Hch 2,42-47; 4,32-35; 5, 12-16.

[5] 1 Cor 12, 20-21.

[6] San Juan Crisóstomo, siglo IV.

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